¿Era una despedida todo lo que quería de mí, o era tal vez algo más, un hecho que cambiara el transcurso de nuestras vidas, un momento que eclipsara todos los demás, un cataclismo que llegara a los oídos de todas nuestras gentes?
No había en mí esa voluntad. Yo quise hacer lo que me era costumbre, cerrar con suavidad la puerta de mi habitación, sin más.
Dejaba atrás un lugar dulce, bonito, acogedor, conocido. No era un lugar único, más transcendente que cualquier otro, no era un templo ni mi única habitación propia. Era, sin embargo, una espera y una escucha, y un espejo lleno de reflejos, noches y días de horizontes, melodías de todos los géneros, un transcurrir y un sentir que casi se sintetizaba en unos muebles y no otros, en unas plantas y unos lomos y unas sábanas mal puestas. Y sin más, era otra habitación en la que había vivido. Y sin más, me iba con su recuerdo y lo que yo ya era, con y sin ella.
Y sin más, era otro año y era otro día, y yo daba las gracias, y ella me daba la bienvenida.